“Dime lo que comes y te diré quién eres”. Quién sabe, tal vez sea afirmar demasiado. No obstante, me gusta y me ayuda a introducir lo que quiero contar. Parece obvio que hoy día no comemos muy bien. Por lo menos en lo que conozco de las sociedades que se dicen evolucionadas y de los países que se dicen desarrollados. Comemos cualquier cosa y, de cualquier manera. Y, mi sensación es que, en nuestras tripas, en las profundidades del bajo vientre, se cuecen ambientes alejados de lo natural, lo equilibrado y lo saludable. Una extraña sensación celular de constante intoxicación, un anhelo profundo de limpieza y reconstitución. Y no sé muy bien cómo influye esto en nuestras vidas, si tendrá o no relación con algunas enfermedades de nuestro cuerpo, o si afectará o no a nuestros niveles de energía y vitalidad…
Hay estudiosos que apuntan que, en la historia del hombre, la dieta ha sido el factor evolutivo más importante. Sin entrar en analizar cuál ha sido la evolución del ser humano, nos quedaremos con que la alimentación humana ha experimentado diversas transformaciones en función de nuestras posibilidades. Básicamente hemos venido comiendo lo que hemos podido, satisfacemos así una de nuestras necesidades biológicas primarias agarrando lo que tenemos a mano. Parece que, cuando saltábamos de árbol en árbol, comíamos principalmente frutas, y que cuando echamos a andar tuvimos acceso a otros vegetales, raíces y algunos frutos secos. Y se supone que luego fuimos accediendo a ingestas animales, a través de prácticas carroñeras, de cacería y tal vez de antropofagia. Y así, recolectando y cazando, de aquí para allá, hasta que inventamos la agricultura y la ganadería. Y así, de allá para acá, hasta la llegada de la industrialización, la evolución y el desarrollo; los envases de plástico, el sedentarismo y el azúcar…
Y nada, así está bien. Seguramente es mucho más cómoda la vida en el sofá que tener que estar de rama en rama o cazando y viviendo en cuevas para sobrevivir. Y yo también lo elijo. Y, aunque no sea lo más natural, equilibrado o saludable, está bien que podamos abrir la nevera para agarrarnos un helado y una coca y tirarnos a ver la tele en el sofá. Está bien, y quien sabe si esto afectará o no a nuestra salud y nuestra energía vital…
Pero, si es como apuntan los estudiosos y la dieta es un factor evolutivo determinante, tal vez deberíamos preguntarnos hacia dónde nos lleva lo que estamos comiendo. Y es que parecería como si hubiésemos pasado de “alimentarnos en la Naturaleza” a “alimentarnos de la Naturaleza”. Y como parte de ella que somos, sería algo así como si nos estuviéramos comiendo a nosotros mismos…
Comparados con otras especies, nunca destacamos precisamente por ser buenos recolectores o buenos cazadores. Sin embargo, nuestra mente y nuestra imaginación, además de echarnos una mano, en ocasiones también nos confunde pensándonos en lo más alto de no sé qué pirámide sobre la que parece somos dueños y señores de la tierra que nos sostiene. Y así, creemos haber cazado para nosotros la Naturaleza. Nos creemos poder envasarla en trocitos, comercializarla a cualquier precio, y consumirla cómo y cuándo nos da la gana. Y está bien que creamos todo eso, está bien, y es muy cómodo. Pero, quizás habría que empezar también a pensar si no será la Naturaleza la que nos esté ofreciendo el camino del canibalismo y la autofagia como respuesta a nuestra “evolución un tanto antinatural”.
Siempre con miedo a morir y siempre cazando para sobrevivir. Así parece ser nuestra mente pequeña, la que cree poder cazar. Y así, a través de ella, matamos para no morir, saciando con la sangre del otro, la sed de existir para siempre. Así, caminamos cazando verdades inciertas y mintiéndonos para ofrecernos libertad. Cazando cuerpos desnudos, mentes disfrazadas, energía de fuego y esencia vital. Cazando la alegría, la gracia, la belleza y la bondad. Cazándolo todo. Para mí, para poder construirme y poder ser en algún lugar. Cazando para sobrevivir. Cazando para, tal vez algún día, poder vivir sin tener que cazar.
Y bueno, si es que fuera así que “somos lo que comemos y comemos lo que somos”, parecería interesante prestar atención a todo eso con lo que tendemos a saciar nuestra hambre. Lo que “cazamos” con nuestras manos, con nuestros ojos y sobre todo con nuestra mente pequeña, cuando esta queda a los mandos sin darnos cuenta. Preguntarnos quienes somos cuando nuestro cuerpo descansa de tanto veneno y nuestra mente de tanta televisión. Echar un vistazo a lo que colmata nuestras despensas, a lo que se repite en el menú habitual de nuestro día a día, a nuestras tendencias y refugios cuando nos visita el miedo y la ansiedad…
Y claro, si buceamos más allá de la tripa en el “comemos lo que somos”, podemos darnos cuenta de cómo, nuestra dieta y la dieta de la vida se transforman en abundancia creativa cuando comenzamos a comprender lo que esencialmente somos. Y desde ahí, tal vez comencemos a percibir irreal la necesidad de matar para sobrevivir. Que, como hijos legítimos de la Pacha Mama, podemos entregarnos a ser sostenidos con el amor de sus pechos. Qué quizás, cuando salimos a cazar para sobrevivir, nuestros trofeos llegan de la carencia y la necesidad. Que quizás, cuando perdemos el interés por la caza y nos entregamos sin miedo a lo real, es cuando brota una infinita e inagotable diversidad de alimentos con los que gozar y celebrar.