Ramón Rodríguez

Aquella luz siempre había estado allí. Pero, era en ese preciso instante cuando golpeaba por primera vez los ojos todavía cerrados de Ramón. El parto había sido largo y difícil. Su pequeño cuerpo, por fin fuera, ahora no paraba de gritar. Así se abría paso Ramón en su primer contacto con este mundo. Entre los gritos desconsolados de un bebé cuando es arrancado del vientre materno, y los que parecerían suyos propios, bañados con un tono dramáticamente desgarrador, como si de alguna manera, Ramón fuera consciente de la hemorragia que se llevaba a su madre para siempre. Gritos, que por sí solos, brindaban a su vez los cuidados de la existencia sobre Ramón. Bebé, que como casi todos, saciaba así su profunda necesidad de calor, alimento y amor.

Pero este cachorro vino con fuerza y muchas ganas de vivir. Así, a los pocos días, sacaron a Ramón del hospital para meterlo en una cuna, una casa y una familia. Sin daños aparentes, el shock envolvía totalmente su pequeño cuerpo. Todo había cambiado muy rápido y él no entendía nada. Tenía frío y hambre todo el rato. Había quedado mudo y sordo. Ya no escuchaba los tambores embriagadores del corazón materno, ni sentía el vaivén de las olas del mar al descansar. Ramón se encontraba en una situación difícil. Un mundo lleno de formas desconocidas, y sólo una cosa que poder hacer, llorar y gritar. Los gritos del recuerdo de lo sucedido en el canal de parto, y las lágrimas por ser alumbrado desde el más allá.

Y así, Ramón fue haciéndose grande. Llorando cuando llegaba el frío, el hambre o la oscuridad, y aprendiendo nuevas formas de comunicarse con quienes merodeaban cerca suya. Sofía, Carlos y Lama, pronto pasaron a ser su “tata”, su “papá” y su perrita, a quién él prefirió llamar “lana” durante años. De alguna manera, Ramón todavía no comprendía el significado de las letras y las palabras, pero reconocía totalmente las lanas de Lama cuando la estrujaba contra su cara.

Y así, Ramón fue haciéndose grande. Entre la rectitud de un papá asustado y la cercanía siempre de Lama, pronto aprendió el “sí” y el “no”, lo “bueno” y lo “malo”. Simplemente observando. Observando, y poco a poco, andando. Siempre necesitado de ese calor, esa barriga llena y ese abrazo existencial. A ratos jugando, y a ratos, gritando y llorando sin más. Y claro, como no podía ser de otra manera, llegó el día en el que las orejas de Ramón fueron atravesadas por las palabras de un padre desconocido que le hablaba sobre la ausencia de su mamá.

Carlos, herido de muerte, remaba los días como podía. Aquel día cambió radicalmente su vida. No entendía nada. Sentía rabia y tristeza todo el rato. Había quedado mudo y sordo. Su corazón sangraba irremediablemente, y la música sobre la que danzaba su vida, susurraba desde los infiernos con aquel réquiem existencial. Quién sabe, quizás la despedida de su propio cuerpo de no haber existido Carlos y Sofía gritando y llorando constantemente por algo más. Quizás, los mismos gritos del alma haciéndose camino al andar… Y sí, Carlos se encontraba en una situación difícil. Tambores de guerra, y ese misterioso fuego existencial que parecía impasible tras arrasar su mundo. Quién sabe, quizás solo para observarle retorciéndose desnudo de acá para allá, para escuchar de vuelta esos gritos de dolor intenso golpeando fuerte contra el mar.

Aquel día, cambió su vida. Y esa mañana de domingo, cuando celebraban el tercer cumpleaños de Ramón, sucedió para ambos, un regalo inesperado. Justo, entre la inhalación profunda y el soplido de aquellas tres velas, Carlos fue tomado por el fuego simbólico que conectaba la cara de Ramón con el deseo insoportable por volver a acariciar la piel de su amada. Y así, mientras se refugiaba en la magia misteriosa del cumpleaños y de la tarta, Carlos suplicó fuerte a los dioses por un último abrazo mientras sus ojos se ahogaban bajo las lágrimas de la cruda realidad.

La conexión ceremonial con el deseo, le atravesó directamente el corazón. Así, quedó su cuerpo condenado como por una flecha mortal, que simplemente concede unos segundos de eternidad cuando ya no hay nada que hacer. Como ofreciéndose unos ojos sagrados para poder observar la retirada del alma cuando la sangre pierde su calor. Tal vez, esa consciencia absoluta de lo que está pasando, de lo que es. Tal vez, ese detenerse el tiempo, y esa luz intensa que ilumina el vacío como única realidad. Luz, como la que nos regala el sol y esperaba la llegada de Ramón el día que su madre moría, o como la de esas tres velas que arrancaban las lágrimas de Carlos frente al desconcierto y la cara asustada de su hijo Ramón.

Y Ramón…, pues simplemente preguntó. Además de fuerte, era un chico muy curioso. Su abuela decía que era muy travieso y muy listo, que nunca le faltaría de nada y que conseguiría lo que se propusiera. Bueno, claro…, ¡qué iba a decir la abuela! Pero vamos, que sí, que Ramón iba como encendido por la vida. Como también decía la abuela, “niño de culo caliente, de buen comer y de buen dormir”.

Y así, pasaron los años. Y los niños se hicieron grandes. Y Lama y la abuela murieron. Y Ramón se casó y tuvo tres hijos varones. Niños huérfanos de abuela paterna, con los que celebraba cada cumpleaños recordando y doliendo a esa mamá y abuela, que quizás nunca estuvo, pero que, de alguna manera, nunca se fue…

Y, pese a los muchos cambios y los muchos momentos difíciles, Ramón siguió haciéndose grande, y nunca dejó de buscar. A veces calor, comida, y tranquilidad. Y otras, algo más. Y quién sabe, quizás busca a su madre, o persigue ese fuego de pura eternidad. Quizás busca, sin saber el qué. Quizás, sin poder dejar de buscar…

Pero Ramón ya está cansado. Se muere, y tal vez tenga que partir sin encontrar. Los médicos solo pueden ofrecerle unos días más. Quizás, para despedirse de ese cuerpo y esa sangre en donde encontró un lugar. Quizás, para poder devolver aquellos gritos de dolor intenso, golpeando contra el mar. Y así, como ofrecido en su lecho de muerte, como sin poder no hacerlo, se pregunta Ramón Rodríguez dónde fue a parar todo ese frio, ese rugir famélico y ese “no encontrar”. Esa astilla clavada en el pecho, con la que nunca pudo estar en paz…

Y así, un día más, se entrega nuestro amigo a la oscuridad de la noche y del más allá… Sabiendo que ya son pocos los que contará. Arropado con el calor y la paz del reencuentro con su mamá. Entregado al misterio de si sus ojos volverán a cruzarse con ese fuego existencial. De si encontrará la manera de sobreponerse al miedo, y despedirse de sus hijos con amor y libertad.

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