“La enfermedad es el esfuerzo que hace la naturaleza para sanar al hombre” (Jung)
Parece que si miramos de frente a la vida nos encontramos irremediablemente con la muerte. Y también que los caminos hacia ese último destino común son tan diversos como concretos. Así, podemos morir de “viejos” o hacerlo de un mal golpe, ahogados en el mar o infartados mientras hacemos el amor, atrapados con un cáncer o incluso colgados de una soga, en un intento desesperado de escapar de nuestro sufrimiento… Como especie llegamos a ser conscientes de nuestra finitud, pero el cómo, el dónde y el cuándo siguen siendo un enigma. Y en ese tránsito, desde que abrimos los ojos hasta que los cerramos por última vez, son muchas las experiencias con las que tenemos que lidiar. Y ahí, en ese terreno de juego relacional, es donde aparece la enfermedad y sus infinitas expresiones. Quien sabe si para matarnos o para salvarnos. Quizás tan misteriosa como los Reyes magos, pero de signo contrario. Enfermedad de la que, sin saber mucho, he preferido creer lo que me contaron papá y mamá. Que mejor lejos que cerca. Que no es deseada ni bienvenida. Que mejor en silencio que compartida. Y que, si a pesar de todo, la mala suerte nos castiga con su presencia, lo que digan los médicos primero, y rezar como última opción.
Y así, fueron pasando los años, y como con los Reyes magos, aunque la curiosidad y el cuestionamiento me empujaban a dudar, fui prefiriendo vivir en la creencia y en la confianza de que año tras año, pasase lo que pasase, los regalos llegarían con el turrón, y la enfermedad seguiría sin llegar… Así lo mamé y así lo expresé. Pese a descubrir con mis ojos los regalos escondidos en aquel armario, pese a que la enfermedad sustituyera la corona y la magia de mamá por brotes psicóticos y la cama del hospital. Pese a la claridad con la que la vida me mostraba su utilidad, tardé en hacerme las preguntas suficientes como formar una opinión algo más mía en relación al significado de la enfermedad.
Y claro, desde la desilusión con los Reyes y el miedo con mamá, los esfuerzos y sobreesfuerzos de mí niño, llegaron hasta donde llegaron. En parte, desorientación, resignación y frustración, pero afortunadamente, además también una buena coraza y un velero de deporte y viajes con el que seguir curioseando por el mundo. Y así es como me encontré con la escalada y con una reflexión que me ayudó a cuestionar la relación entre mi mundo interno y la expresión de mi cuerpo. “Si mi cabeza va mal, mi cuerpo va mal”, parece que hacía sentido no solo en mis escaladas, sino en cualquier deporte y en la vida en general.
La cabeza como “la reina del mundo interno” y el cuerpo como “el rey del mundo externo”. Como el Gin y la Tónica, aportando cada cual desde su esencia para reinventarse juntos en un cóctel ideal. Como mamá y papá que aparecían de nuevo en escena para ser vistos, para ser reconocidos y honrados por su encuentro divino que me trajo a este lugar… Y claro, es que si una reina y un rey no se reconocen, si sus corazones están atrapados en cualquier drama vital y queda bloqueado el flujo natural del amor, parece obvio que el reino entero padezca estos enredos en forma de dificultad. Y así, quizás como en cualquier pareja y en cualquier civilización, me doy cuenta de que mi ser esencial también se fortalece con la unión y se enferma con la separación.
Quien sabe pues si la expresión de la enfermedad en forma de síntomas no viene nada más que para mostrarnos que en algún lugar estamos separados, rotos, resquebrajados en partes que luchan y se hieren entre sí. Quién sabe si la enfermedad no viene asociada a un mecanismo autorregulador inteligente que nos da la oportunidad de devolver el amor y la fuerza a nuestro centro vital…
Disociados, y al amparo de la ignorancia del cuento de los Reyes magos, perdemos la presencia y la magia de nuestro propio reino. Divididos e identificados con todos esos personajes que luchan como locos, nos olvidamos de observar y preguntar, y preferimos seguir creyendo en cuentos de príncipes valientes y princesas asustadas. Tal vez, las guerras de la cabeza son las heridas del cuerpo. Y lo mismo, por eso, lo interesante cada vez que observe el derramar de mi sangre sea preguntarme: ¿Dónde está la guerra?, ¿Dónde hay en mí división y enfrentamiento? ¿Dónde está el “leviatán” escondido tras “lo que está bien y lo que está mal”?
Y así, en este tablero en el que juego, lo relevante se me aparece ahora como el “darme cuenta” de que, este juego, va de todo menos de competir para ganar. ¿Y si mi naturaleza esencial fuera el juego en sí mismo, y en mi lucha por sobrevivir y ganar, lo único que hago es olvidarme de quién soy y perderme la oportunidad de jugar?
Y claro, me toca también preguntarme honestamente si en mi vida, ¿juego para ganar o para disfrutar?, ¿miro para ver o para observar?, ¿opino para sentenciar o para conversar?, … Y así, tantas y tantas cosas con las que, tal vez, busco lo que me falta, completarme, sentirme aceptado y querido, que se me vea y se me reconozca, que vuelva a fluir el amor de forma natural. Quizás, quien sabe, «cazando para sobrevivir, simplemente por miedo a morir». Quizás, auto-engañándome con historias como la de los Reyes magos para auto-convencerme de que existo, de que soy el conductor y el «auto», y merecedor de amor, y magia, sean cuales sean las circunstancias.
Hay un proverbio Zen que dice que “la vida nos manda regalos envueltos en problemas y que cuanto mayor es el problema, mayor es el regalo”. El “lugar distinto” ahora consiste, tal vez, en tratar de comprender la enfermedad como uno de esos regalos. Enfermedad expresada a través de síntomas que agreden mi cuerpo para llamar mi atención y mostrarme que, de igual manera, existe también un lugar interno en el que mi mente agrede a mi ser con su ignorancia y sus guerras. La enfermedad como oportunidad para poner conciencia donde la sanación es una necesidad. La enfermedad como señal, para regresar una y mil veces, a ese íntimo lugar de Amor y de Unidad.